Existe en el planeta un continente tan remoto y extremo que no tiene ninguna población humana nativa. Se llama Antártida y le corresponde el gentilicio “antártico/a”, para designar a las únicas once personas en el mundo nacidas allí. Imaginado por los griegos antiguos pero recién avistado en los comienzos del siglo XIX, la Antártida es uno de esos lugares que nos parecen tan lejanos e inaccesibles como Marte o la Luna. Incluso de niños imaginábamos ser astronautas, pero nunca exploradores de la Antártida. Sandra Guzmán tampoco había tenido esa visión de niña. Por eso el viaje la tomó por sorpresa: de un momento a otro aquel continente mítico se encontraba apenas a un viaje de barco. Así, Sandra Guzmán, a sus 34 años, emprendió su camino a la Antártida.
Glaciar antártico.
Una de las grandes razones que motivaron a Sandra a realizar el viaje es el estrecho vínculo entre la Antártida y el cambio climático. La antigüedad de sus hielos ha permitido determinar la variabilidad térmica del planeta a lo largo de las eras geológicas. Además, los efectos del cambio climático allí son más evidentes que en ninguna otra parte del mundo. Mientras que en el mundo la temperatura ha aumentado 0,8 °C, en la Antártida lo ha hecho casi en 3 °C. Se trata de un lugar único, tanto por la oportunidad de estudiar el clima, como también para observar los efectos del cambio climático y predecir los distintos escenarios que podría enfrentar el mundo ante un aumento continuado de la temperatura.
Fauna antártica.
Sandra es una mujer entusiasta y se le nota. Detrás de sus rizos castaños, sus ojos achinados y su sonrisa encantadora, se adivina un fuego interno que queda de manifiesto al desplegar su currículum. Y no es para menos: desde su licenciatura en Relaciones Internacionales, su maestría en Derecho y Política Ambiental y su doctorado en curso, ha pasado por trabajos en instituciones públicas y de la sociedad civil, siempre dentro de la esfera ambiental. En diciembre de 2012, fundó GFLAC, el Grupo de Financiamiento Climático para América Latina y el Caribe, una red de organizaciones de la sociedad civil que trabaja en temas de financiamiento para acciones climáticas en la región.
Sandra también es madre de Milo, su bebé de dos años y ocho meses, es bailarina de zumba, es académica y defensora del ambiente, entre muchas otras cosas. Por eso, el programa Homeward Bound llegó a ella casi por obra del destino. “Una amiga me mandó la información del programa Homeward Bound y me dijo, ‘mira este programa que es de mujeres en las ciencias ambientales, seguro te interesa’. Yo me metí a investigar y vi que se trataba de mujeres, de ciencia y un viaje a la Antártida, y me interesó. Me postulé en febrero del 2017 y a las pocas semanas me dieron la noticia de que había sido seleccionada. ¡Casi muero de emoción!” Y la voz de Sandra tiembla como debió haber temblado cuando contó la noticia por primera vez.
La madre naturaleza necesita a sus hijas. Ese es el lema del programa Homeward Bound, que llevó a Sandra y a otras setenta y siete mujeres a la Antártida. Su creadora, Fabian Dattner, tuvo un sueño: en ese sueño se vio a ella misma, junto con otras mujeres, en la Antártida, discutiendo sobre cómo resolver problemas globales. Y cuando despertó, decidió hacerlo realidad. El programa busca empoderar a las mujeres en la ciencia y consiste en una formación de doce meses en técnicas de liderazgo, gestión de equipos y de proyectos e inteligencia colectiva. Durante las últimas cuatro semanas, las participantes recorren la Península Antártica.
Las participantes de Homeward Bound 2018.
El camino de Sandra a la Antártida empezó mucho antes de embarcarse hacia la Antártida. Empezó cuando tuvo que conseguir veinte mil dólares para financiar el viaje, que en total costaba treinta mil. El programa les cubría a cada una de las participantes un monto de diez mil dólares, pero ellas debían conseguir el resto. “Para una latina no es poca cosa. Con ese dinero podemos estudiar una maestría completa o comprarnos una casita”. Por primera vez a Sandra le tocó buscar financiamiento para ella misma.
“En América Latina no tenemos una cultura de liderazgo. Yo me acerqué a varias organizaciones y me decían que no podían financiarme un viaje. No porque no creyeran en mi potencial, sino porque no tenemos colectivamente una mentalidad de invertir en las personas. Ellos necesitaban un producto. Algo concreto. En Canadá o en Australia sí tienen esa cultura de invertir en el talento de las personas, pero aquí no”. Sandra tocó muchas puertas, pero nunca la de una empresa privada. “Desde el principio decidí que no iba a pedirle dinero a privados. Yo sé que hay empresas con responsabilidad social y toda esa vaina, pero al final de cuentas son empresas con fines de lucro y su dinero no viene gratis. Entonces empecé con la campaña #MiCaminoALaAntártida, me acerqué a varias organizaciones con las que trabajé, hice un crowdfunding, me ayudaron mis amigas, amigos y familiares. Mi esposo, Tim, cubrió la cuarta parte de mi viaje. Y así logré recaudar los veinte mil dólares.”
En la terra australis ignota
El 18 de febrero del 2018, Sandra se embarcó junto con el equipo de Homeward Bound y otras setenta y siete mujeres en el barco Ushuaia, para navegar hacia el sur, tan al sur como jamás había llegado en su vida. Entre esas mujeres había físicas, biólogas, politólogas, veterinarias, ingenieras, meteorólogas y médicas, entre muchas otras disciplinas. Todas ellas trabajaban en temas científicos y ambientales y buscaban afianzarse como profesionales y como líderes. Aprender a elevar sus voces, a coordinar acciones, a encontrarse consigo mismas y con otras. “Las mujeres tenemos una capacidad de hacer acciones colectivas muy efectivas. Esa fue una de las grandes motivaciones que me llevó a hacer este viaje”, dice Sandra.
El itinerario del viaje no estaba escrito con tinta indeleble. En la Antártida, las condiciones climáticas son tan variables que es imposible fijar un recorrido y cumplirlo a rajatabla. Pero, dicen quienes están tras bambalinas, hay que aprender a disfrutar la magia de la incertidumbre. Uno nunca sabe qué le depara un viaje, y en la Antártida lo sabe todavía menos. Allí se vive el día a día.
Navegando por el mar antártico en el barco Ushuaia.
Las mujeres pasaban buena parte del tiempo en el barco. No es difícil reconocer que la situación era un tanto complicada: más de ochenta personas, entre participantes, coordinadores y tripulación, completamente desconocidas las unas de las otras, confinadas en un barco, navegando por un mar remoto, en un continente aislado, bajo condiciones climáticas extremas, puede llegar a ser un cóctel explosivo. Sandra era consciente de la ellos y decidió enfrentarlo de la mejor manera: con la mente y el corazón abiertos a la experiencia y a la interacción.
Sandra en una colonia de pingüinos.
Fuera del momento picante, la convivencia fue muy buena. Durante el día hacían las actividades del programa, muchas veces a bordo del barco, y otras haciendo descensos a tierra, y durante la noche conversaban, veían películas o hacían yoga. En total, realizaron dieciséis descensos. Además de las bases, visitaron áreas naturales, colonias de pingüinos y glaciares. Pudieron observar los efectos del cambio climático en el paisaje y en la fauna local. Constataron la disminución de muchas colonias de pingüinos y la aparición de nuevos espacios verdes; observaron la ruptura de glaciares y el surgimiento de ríos provenientes del derretimiento. Todo eso como consecuencia del cambio climático.
Base científica Carlini, perteneciente a la República Argentina. Ubicada en la península Potter de la isla 25 de Mayo (o Rey Jorge) en el archipiélago de las Shetland del Sur.
Quizá para Sandra la joya del viaje fue el momento en que esparció las cenizas de su madre bajo una catedral de hielo. Sucedió así: cuando viaja, Sandra suele llevar una parte de las cenizas de su mamá, que falleció hace once años, para esparcirlas en algún lugar especial. Y la Antártida no podía ser la excepción. Pero, ¿en qué sitio? No tenía la menor idea. Entonces, recurrió a Mary-Anne Lea, una de las dos coordinadoras científicas del programa. Sandra no sabe bien por qué decidió contarle a Mary-Anne. Tal vez fue porque ella conoce a fondo la Antártida, ya que había estado en otras veinte expediciones investigando la fauna local. Tal vez fue pura intuición. O tal vez fue un poco de ambas. El caso es que le comentó a Mary-Anne que había traído cenizas de su madre y quería que le recomendara un lugar en donde esparcirlas. Y Mary-Anne respondió: “¡Yo también traje cenizas de mi mamá para esparcir!” A veces parece que en la vida interviene una mano invisible, la mano del destino quizá, que produce encuentros y desencuentros de maneras tan insólitas que no podemos creer que sean casuales. Sea como fuere, Sandra y Mary-Anne compartían algo mucho más profundo que lo que ellas mismas habían imaginado.
Mary-Anne habló entonces con Greg Mortimer, un montañista australiano que estaba a cargo de las expediciones en tierra y que en su vida ha liderado más de cien expediciones en la Antártida. ¿Quién mejor que él para recomendar un buen lugar? Así que, en un desembarco, Mary-Anne y Greg llevaron a Sandra al lugar elegido. Era en el puerto Neko, uno de los dos puertos naturales que utilizan los barcos para acceder al continente. Los tres se adentraron en la espesura del hielo y comenzaron a caminar. De pronto, atravesaron una colina de nieve y apareció a lo lejos una inmensa cúpula de hielo. “Es ahí”, dijo Greg. “¿Te gusta el lugar?”. “Es perfecto”, dijo Sandra y continuó su camino sola hacia aquella catedral congelada. Cuando llegó al pie de la estructura, arrojó las cenizas al viento; las cenizas volaron y se perdieron en la blancura del aire. Y allí quedarán para siempre. Ya de regreso, Sandra escuchó un sonoro rugido que la paralizó. Era la cúpula de hielo que se estaba resquebrajando en un borde. Sandra se quedó allí, mirando emocionada. ¿Se caerá? Otro rugido más fuerte. Y ocurrió: un pedazo de hielo se desprendió de la enorme estructura y cayó con un estruendo que retumbó en toda la bahía.
Sandra y pingüino.
Una de las grandes preguntas que surgen acerca del programa es ¿por qué ir a la Antártida? La respuesta requiere mucho análisis y mucha autocrítica. Por un lado, la Antártida es imponente, impenetrable y hostil. Solo algunas pocas formas de vida pueden existir bajo sus condiciones extremas. Las personas no pueden estar allí por mucho tiempo: el personal en las bases es temporario y permanece allí el tiempo máximo que pueden soportar con los recursos de que disponen y antes de ser arrastrados hacia la locura. Pero, por otro lado, es increíblemente sensible. Tan hermosa como vulnerable, apenas un pequeño desequilibrio ambiental la corroe desde sus entrañas. Es un territorio en el que el silencio y la calma absolutos de pronto se alteran por rugidos atroces, tormentas huracanadas de una nieve espesa que tiñe todo de blanco y un frío que cala hasta los huesos. Y sí, la Antártida está muy lejos de la civilización pero todo lo que allí ocurra tendrá su impacto en el resto del planeta. Con solo saber que el nivel del mar aumentaría sesenta y cinco metros si se derritiese todo el hielo de la Antártida, queda clara la necesidad de preservarla con el mayor celo posible. Porque, con toda su fragilidad y su misterio, es uno de los pilares que sostienen nuestra misma existencia.
Una de las metas de Sandra, es lograr que México adhiera al Tratado Antártico.
Sandra, entonces, asumió la responsabilidad de ser una embajadora de la Antártida. Lo que vio allí no se asemeja a nada que haya visto jamás en su vida. Porque no solamente vio belleza, sino que también vio el peligro que corre ese territorio. Sandra ya está trabajando en acciones concretas para promover la conservación en la Antártida. En este 2018, piensa trabajar para que México, su país, se adhiera al Tratado Antártico. Además está realizando un documental en el que, a través de su experiencia, vinculará las problemáticas del cambio climático, la Antártida y las mujeres. También realizará una muestra de fotos en México con el objetivo de visibilizar la problemática ambiental de la Antártida y escribirá un breve libro de divulgación. Y esto es solo el principio.
La Antártida tiene en Sandra a una defensora incansable, que tal vez nunca vuelva a verla, pero que dedicará toda su vida y sus energías para que su belleza, su silencio y su fragilidad se mantengan intactos.
Defensoras.